Sebastián Viberti, un Quemero, un amigo de los Bonavena, un crack. Foto: Diario La Voz.
Por Ariel Scher
Por Ariel Scher
Eso
pasó en el centro de la infancia, o sea en las horas en las que el
universo es perfecto, hasta más que perfecto si se atrapa la mano grande
de un buen papá. Toda la fuerza, y todo el amor, y toda la energía,
llevaba Aquel Pibe en la mano chiquita con la que apretaba la mano
grande de su buen papá en esa tarde de domingo y de cancha en la que no
tenía más que seis o siete cumpleaños y, desde una tribuna futbolera en
vibraciones, un jugador le llamó la atención más que los otros
jugadores. La mano chiquita enseguida presionó a la mano grande:
-Ese es el mejor, ¿no, pa?
Era así, tal cual esa percepción de Aquel Pibe: Sebastián Viberti era el mejor. Marchaba por la mitad del campo con la camiseta de Huracán enfundándole el pecho ancho, corría como si los pies seguros y la melena leve estuvieran de acuerdo en andar a un solo compás y la gente lo aplaudía seguido. Con eso le sobraba para que cualquier espectador de seis, de siete o de cincuenta cumpleaños corroborara que era el mejor. Y, sin embargo, no por eso se volvía el mejor a los ojos de alguien que transcurría su segunda o su tercera visita a un estadio y respiraba felicidades porque su buen papá, como cada día, no le soltaba la mano. Lo mejor del mejor era otra cosa. Viberti comunicaba en cada desplazamiento, en cada esfuerzo y en cada caricia a la pelota algo a lo que nadie sabe ponerle nombre en las épocas iniciales de la escuela, pero con el paso del tiempo sí se reconoce, sobre todo porque no abunda: Viberti transparentaba nobleza. Era un futbolista generoso, valiente, involucrado, leal, confiable, con clase entera. Uno bueno de verdad.
En la ruta lenta y plena para regresar de la cancha al hogar, el dueño de la mano chiquita y el dueño de la mano grande coincidieron: Viberti había sido la figura. Por si hacían falta certificaciones, también fue esa la opinión de un vecino que entonces sólo relataba desencantos, pero antes, bastante antes, había sido un joven de sonrisas en Parque de los Patricios y era hincha de Huracán. Y, encima, en la semana, el cronista de El Gráfico que contó el partido, flor de autoridad, escribió la misma conclusión. Semejantes evidencias le resultaron suficientes a Aquel Pibe para dos identidades. La primera le duró hasta el comienzo de la adultez: desde aquella experiencia, sin éxito pero con insistencia, Aquel Pibe quiso surcar los suelos del fútbol a la manera de Viberti. La segunda le perduró sin límites: si la infancia es la edad en la que cada uno construye su propio Olimpo, ese domingo en el suyo le hizo un sitio a Viberti y no lo bajó jamás.
Debió ser exacta la evaluación compartida de hijo y de padre porque, algunas ediciones después, El Gráfico le destinó uno de sus míticos posters a Viberti. No hubo dudas: aunque Aquel Pibe gritaba y lloraba según las suertes de una camiseta diferente a la de Huracán, separó cuatro chinches firmes para pegar la imagen de Viberti en una pared de su pieza, a la vista de quien entrara, cerca del rincón en donde un poco más adelante también tendría su espacio la efigie invencible de Rubén Peucelle, un luchador emblemático de los Titanes en el Ring. Para ese momento ya conocía bastante de Viberti: que era cordobés en cada gota de la sangre y en cada eco de la voz, que desfiló como pocos en el círculo central de algunos equipos provinciales y que, a partir de los tempranos sesenta, orientó sus botines certeros a favor de Huracán y, más de una vez, de la Selección Argentina. Además, a la misma casa en la que brillaba el póster, alguna noche llegó de Córdoba un amigo de la familia que dijo que Viberti era un tipo que valía la pena.
En la inauguración de la década del setenta ya eran globales la pasión, el hambre, los sueños, el aire y la fe. No la televisación del fútbol, por lo que cuando Viberti migró al Málaga para tornarse en ídolo del otro costado del mar costó enterarse de sus proezas. Cada tanto, los diarios reproducían elogios lejanos que sostenían más el prestigio que la fama de ese jugador impagable. No obstante, el póster no perdió su lugar. Muchos visitantes de Aquel Pibe apuntaron sus pupilas allí y le consultaron sobre quién era ese futbolista y qué hacía ahí su foto, inamovible entre otras fotos. Y no dejaron de hacerlo, en algún verano posterior, al retornar Viberti a la Argentina para incorporarse a Belgrano, en un ensayo breve con desenlace en el retiro. Aun sin material probatorio, la contestación de Aquel Pibe resonó sin vacilaciones y sin variantes ante cada pregunta: ese, el del póster, era un crack.
Si algo está verificado de la realidad es que no se queda quieta. Como le ocurre a todo el mundo, a Aquel Pibe el centro de la infancia se le fue instalando indeteniblemente en el pasado. Vinieron maravillas y abismos, encuentros y desencuentros, lo que se suma y lo que se extravía, la vida. También más fútbol y más mediocampistas, algunos, inclusive, con ciertas señales que reponían el recuerdo esporádico de Viberti. Otras transformaciones, claro que menos profundas, llegaron por inercia, por llegar nomás, y así, en una mañana de la que nadie guarda precisiones, el póster de Viberti viajó, junto con más reliquias de la niñez de Aquel Pibe, desde la pared de la pieza de la infancia hasta un estante habitado por papeles viejos.
Cuando Viberti murió durante el cuarto sábado de un noviembre, Aquel Pibe ya no era un pibe sino un hombre rodeado por los contrastes de la existencia. Al principio, la noticia le pobló de tristezas la garganta. Después no. Después, cerró los ojos y volvió a ver a esos pies seguros y a esa melena leve avanzando acompasados, llenando la mitad del campo a lo grande, emocionando desde el coraje y desde la calidad. No en el centro de la infancia pero sí en el intento de la madurez, se aprende que hay cosas que no se borran nunca. En la cancha del corazón y de la memoria, Viberti seguirá jugando. Igual que el universo perfecto que cabe en la mano grande de un buen papá, ahí está Viberti. Ahí siempre estará.
*Texto publicado en 11wsports.
-Ese es el mejor, ¿no, pa?
Era así, tal cual esa percepción de Aquel Pibe: Sebastián Viberti era el mejor. Marchaba por la mitad del campo con la camiseta de Huracán enfundándole el pecho ancho, corría como si los pies seguros y la melena leve estuvieran de acuerdo en andar a un solo compás y la gente lo aplaudía seguido. Con eso le sobraba para que cualquier espectador de seis, de siete o de cincuenta cumpleaños corroborara que era el mejor. Y, sin embargo, no por eso se volvía el mejor a los ojos de alguien que transcurría su segunda o su tercera visita a un estadio y respiraba felicidades porque su buen papá, como cada día, no le soltaba la mano. Lo mejor del mejor era otra cosa. Viberti comunicaba en cada desplazamiento, en cada esfuerzo y en cada caricia a la pelota algo a lo que nadie sabe ponerle nombre en las épocas iniciales de la escuela, pero con el paso del tiempo sí se reconoce, sobre todo porque no abunda: Viberti transparentaba nobleza. Era un futbolista generoso, valiente, involucrado, leal, confiable, con clase entera. Uno bueno de verdad.
En la ruta lenta y plena para regresar de la cancha al hogar, el dueño de la mano chiquita y el dueño de la mano grande coincidieron: Viberti había sido la figura. Por si hacían falta certificaciones, también fue esa la opinión de un vecino que entonces sólo relataba desencantos, pero antes, bastante antes, había sido un joven de sonrisas en Parque de los Patricios y era hincha de Huracán. Y, encima, en la semana, el cronista de El Gráfico que contó el partido, flor de autoridad, escribió la misma conclusión. Semejantes evidencias le resultaron suficientes a Aquel Pibe para dos identidades. La primera le duró hasta el comienzo de la adultez: desde aquella experiencia, sin éxito pero con insistencia, Aquel Pibe quiso surcar los suelos del fútbol a la manera de Viberti. La segunda le perduró sin límites: si la infancia es la edad en la que cada uno construye su propio Olimpo, ese domingo en el suyo le hizo un sitio a Viberti y no lo bajó jamás.
Debió ser exacta la evaluación compartida de hijo y de padre porque, algunas ediciones después, El Gráfico le destinó uno de sus míticos posters a Viberti. No hubo dudas: aunque Aquel Pibe gritaba y lloraba según las suertes de una camiseta diferente a la de Huracán, separó cuatro chinches firmes para pegar la imagen de Viberti en una pared de su pieza, a la vista de quien entrara, cerca del rincón en donde un poco más adelante también tendría su espacio la efigie invencible de Rubén Peucelle, un luchador emblemático de los Titanes en el Ring. Para ese momento ya conocía bastante de Viberti: que era cordobés en cada gota de la sangre y en cada eco de la voz, que desfiló como pocos en el círculo central de algunos equipos provinciales y que, a partir de los tempranos sesenta, orientó sus botines certeros a favor de Huracán y, más de una vez, de la Selección Argentina. Además, a la misma casa en la que brillaba el póster, alguna noche llegó de Córdoba un amigo de la familia que dijo que Viberti era un tipo que valía la pena.
En la inauguración de la década del setenta ya eran globales la pasión, el hambre, los sueños, el aire y la fe. No la televisación del fútbol, por lo que cuando Viberti migró al Málaga para tornarse en ídolo del otro costado del mar costó enterarse de sus proezas. Cada tanto, los diarios reproducían elogios lejanos que sostenían más el prestigio que la fama de ese jugador impagable. No obstante, el póster no perdió su lugar. Muchos visitantes de Aquel Pibe apuntaron sus pupilas allí y le consultaron sobre quién era ese futbolista y qué hacía ahí su foto, inamovible entre otras fotos. Y no dejaron de hacerlo, en algún verano posterior, al retornar Viberti a la Argentina para incorporarse a Belgrano, en un ensayo breve con desenlace en el retiro. Aun sin material probatorio, la contestación de Aquel Pibe resonó sin vacilaciones y sin variantes ante cada pregunta: ese, el del póster, era un crack.
Si algo está verificado de la realidad es que no se queda quieta. Como le ocurre a todo el mundo, a Aquel Pibe el centro de la infancia se le fue instalando indeteniblemente en el pasado. Vinieron maravillas y abismos, encuentros y desencuentros, lo que se suma y lo que se extravía, la vida. También más fútbol y más mediocampistas, algunos, inclusive, con ciertas señales que reponían el recuerdo esporádico de Viberti. Otras transformaciones, claro que menos profundas, llegaron por inercia, por llegar nomás, y así, en una mañana de la que nadie guarda precisiones, el póster de Viberti viajó, junto con más reliquias de la niñez de Aquel Pibe, desde la pared de la pieza de la infancia hasta un estante habitado por papeles viejos.
Cuando Viberti murió durante el cuarto sábado de un noviembre, Aquel Pibe ya no era un pibe sino un hombre rodeado por los contrastes de la existencia. Al principio, la noticia le pobló de tristezas la garganta. Después no. Después, cerró los ojos y volvió a ver a esos pies seguros y a esa melena leve avanzando acompasados, llenando la mitad del campo a lo grande, emocionando desde el coraje y desde la calidad. No en el centro de la infancia pero sí en el intento de la madurez, se aprende que hay cosas que no se borran nunca. En la cancha del corazón y de la memoria, Viberti seguirá jugando. Igual que el universo perfecto que cabe en la mano grande de un buen papá, ahí está Viberti. Ahí siempre estará.
*Texto publicado en 11wsports.