La cancha de Douglas Haig repleta de gente. Foto: gentileza de Bernardo Troncha y de la web del club pergaminense.
Por Gustavo Yarroch*
Los recuerdos son vagos, laxos. Que fue una tarde de la primavera de 1986, en Pergamino. Que a Huracán lo dirigía Angel Cappa, que el arquero era Gay y que entre los titulares estuvieron Osvaldo Rinaldi, Ariel Paolorrossi y el Toti Iglesias. Que en Douglas Haig estaba Miguel Echecopar, un técnico de la escuela antagónica a la de Cappa. Y que en el equipo de Pergamino atajaba Delménico y jugaba Mario Finarolli. Que el partido terminó cero a cero. Traicionera, la memoria no me aporta muchos más detalles estadísticos. Sólo me permite recordar sin temor a equivocaciones que aquella tarde fue la tarde en que Huracán fue a jugar a Pergamino, mi pago chico, por el viejo Campeonato Nacional B. Y que viví aquel partido como un acontecimiento fuerte, de esos que perduran para siempre en algún lugar del corazón.
Alguna vez habían pasado por allí Boca y Racing, pero para jugar partidos amistosos. Aquella era la primera vez en que un equipo con tanta historia iba a jugar por los puntos. Por entonces, yo era un adolescente apasionado por el fútbol para quien, cada quince días, no había un sábado sin Douglas. Fin de semana por medio, iba a la popular que está sobre uno de los laterales, bien cerquita de la hinchada.
Pero aquella tarde rompí con mi costumbre: el que iba a Pergamino no era un equipo más. Era Huracán, un club con pasado grande, con prosapia tanto de arrabal como de buen juego, una suerte de enigma seductor para cualquier pibe del Interior que nunca había visto un partido en Buenos Aires. Para mí, Huracán era Parque Patricios, algo así como un misterio de nombre fuerte al que sólo tenía acceso a través de la imaginación. Eran los días de lectura en que El Gráfico me enseñó de José Laguna, de Guillermo Stábile, de Jorge Alberti, de Herminio Masantonio, de Tucho Méndez, de René Houseman. Era la mística del equipo campeón del 73, justo el año en que nací. Era la admiración hacia una hinchada nutrida y porteña, porteñísima si las hay; era, a la distancia, la sensación de que Huracán representaba para sus hinchas un sentido de pertenencia ajeno a la contaminación de los resultados. Entonces decidí ver el partido del otro lado de esa popular que estaba dividida por un alambrado.
Un rato antes del comienzo fui al sector donde unos 50 fanáticos del Globo cantaron y saltaron durante toda la tarde. Se usaba el pelo largo y la gran mayoría de los hinchas tenía ese look, que les daba un aire entre desprolijo y reo. Casi todos saltaban en cuero y parecían esforzarse por compensar una presencia más bien escasa gritando lo más fuerte que podían. Me llamó la atención que más de una vez fustigaron a Aníbal Hay, siendo que fue Juan Carlos Crespi y no Hay el árbitro del partido. Supuse que fue porque en algún otro partido se sintieron perjudicados por Hay. No llevaron banderas largas, pero sí algunas de alambrado. Así como me resultaron llamativos los cantos contra Hay, también se me pegó una canción que entonaron durante buena parte de la tarde. "Vamos Globo, vamos, te sigo a todas partes yo te quiero, la vuelta todos juntos, la daremos, en el supermercado de Boedo, de Boedo". La letra me resultó tan pegadiza que, mientras miraba el partido, más de una vez me sorprendí tarareándola por lo bajo.
Claro, eran tiempos en los que San Lorenzo no contaba con el Nuevo Gasómetro y los hinchas de Huracán recordaban a cada paso que, allí donde hoy hay un Carrefour, antes se encontraba una de las canchas más emblemáticas del fútbol argentino. Recuerdo, también, que contemplé a esos 50 muchachos con la candorosa admiración de quien está frente a referentes ineludibles del verdadero hincha, de ese que sigue a su equipo a todos lados.
*Gustavo Yarroch es periodista. Trabaja para el diario Clarín y para la agencia DyN.
Nota: Felicitaciones a Douglas Haig, que esta semana ascendió al Argentino A.