Gol de Mario Bolatti a Arsenal. Huracán de 2009, Los Angeles de Cappa. Un modo de entender la victoria más allá de la victoria.
Lo que sigue es una maravilla. La escribió esta semana el periodista y escritor Ariel Scher en 11WSports. Y, de algún modo o de varios, tiene que ver con nosotros.
La Palabra Ganar
Por Ariel Scher
Lo que sigue es una maravilla. La escribió esta semana el periodista y escritor Ariel Scher en 11WSports. Y, de algún modo o de varios, tiene que ver con nosotros.
La Palabra Ganar
Por Ariel Scher
Fue
en un barrio de muy pero muy al oeste donde la noticia llegó rápido,
tan rápido como siempre van los delanteros con pies de pólvora, tan
rápido como algunas veces aparece o desaparece el amor. Un vecino
curioso y no chismoso trajo el dato, pero si él hubiera andado distraído
el portador habría sido otro vecino. Es que, aunque el mundo ni sabía
de la existencia de ese barrio de muy pero muy al oeste, igual que en
montones de sitios olvidados allí había y sigue habiendo gente con
enorme voluntad de conocer y de entender. Así que no resultó extraño que
en ese territorio de buenos individuos se enteraran de la noticia antes
que en el resto de la humanidad. Esta era la noticia: La Palabra Ganar
estaba enojada.
"Está enojada. Y, en particular, está enojada con las voces del deporte. Se hartó de que la usaran mal, se cansó de que la mencionaran como un dios en nombre del cual se hace todo, se pudrió de ser la causa de muchas conductas que no deberían tener causa ni ser conductas. Está enojada. Y mucho", reveló el vecino que desembarcó con la noticia en el corazón de ese barrio de muy pero muy al oeste. Se lo percibía agitado, conmocionado y hasta compenetrado, casi como si él, él mismo, un vecino manso, trabajador y corriente, fuera La Palabra Ganar.
El vecino pudo precisar que uno de los últimos alimentos del enojo había brotado de la garganta del ex ciclista Lance Armstrong, quien reconoció ante una cámara de televisión, o sea frente al universo, que había potenciado sus piernas y sus rendimientos con métodos y con sustancias prohibidas porque le importaba "ganar a cualquier precio". "A no confundirse", alertó el vecino, atento a que algún oído pudiera albergar una interpretación equivocada: La Palabra Ganar no dirigía un enojo especial hacia Armstrong, el hombre al que ahora despellejaban sus reverenciadores de hacía muy poco. Antigua palabra, curtida en memorias, La Palabra Ganar avizoraba que muchos parientes de Armstrong que seguro lo habían exhibido como el mayor trofeo en las fotos de sus cumpleaños, de ahí en más no le enviarían ni una tarjeta formal de invitación a ninguna fiesta. Eso, desde luego, la enojaba. Sin embargo, el enojo real, el profundo, el que transformaba a La Palabra Ganar en una palabra enojada, consistía en que le estaban arruinando el significado.
-¿Le arruinan el significado?, preguntó un vecino dueño de un prestigio alto como mediocampista en la cancha que quedaba en el oeste del barrio de muy pero muy al oeste y dueño, también, de una juventud que daba envidia. Y añadió: -¿Acaso ganar no es hacer más goles que otro, terminar una carrera más rápido que otro, sumar más puntos que otro?
Si las personas viven con las personas, en todos los barrios puede haber nobles debates. Este lo era. Un vecino que ya no ejercía ni como mediocampista ni mucho menos como joven ensayó una respuesta. "Ganar es eso, pero no sólo eso", aseguró, con unas cuerdas vocales a las que se notaba consumidas por años de gritar goles que fueron o que pudieron ser. Y luego desgranó sus recuerdos de partidos de ese barrio que explicaban casi todo. En esos partidos, la victoria se festejaba cuando adoptaba sus formas legítimas y tradicionales -un esfuerzo coronado con un gol sobre la hora, una estrategia audaz que llevaba a ser superior a los rivales, una resistencia defensiva leal y no especulativa obligada por la calidad de los adversarios- y nunca, ni una vez salvo por errores conceptuales que enseguida alguien reparaba, los jugadores decían "no jugamos bien, pero nos llevamos los tres puntos, que es lo que importa" porque eso era un objetivo, pero no lo único que importaba.
Lo mejor del vecino que ya no era joven surgió cuando habló de un viejo y secreto cruce en un amistoso con el Santos de Pelé, en el que once muchachos de ese rincón del oeste hicieron tanto y tan bien que el 1 a 4 con el que concluyeron en la cancha fue, exactamente, una victoria. "Ganar en el deporte -sintetizó ese vecino- es, entre otras muchas cosas, no el resultado final sino el valor de cada cosa que se hizo para llegar a ese final". Lo argumentó con pruebas porque, de inmediato, leyó a un entrenador famoso como Marcelo Bielsa, que ubicó como central a "la nobleza de los medios" con los que se juega, y resaltó a un mago camuflado de futbolista como Andrés Iniesta, quien hacía unos días le había narrado al universo que jugaba para ser feliz y no por los premios o por los títulos. Una señora que afirmaba haber asistido desde detrás de un arco al desafío con el Santos de Pelé oyó esa sentencia con un entusiasmo igual al que soltó en el festejo del único gol del equipo del barrio en el partido aquel. Y pronunció, sin altisonancias, con la salud de los modestos, el punto de vista desde el que había educado a los hijos que hizo crecer en ese barrio de muy pero muy al oeste: "Ganar a cualquier precio es una manera de perder. Y hasta de perder creyendo que se ganó". Luego, madre al cabo, confidenció que le preocupaba que La Palabra Ganar transcurriera un mal momento y le rogó a un santo de muy pero muy al oeste para que la ayudara a ponerse bien.
Las deliberaciones atravesaron la intimidad del barrio. Un verdulero que era nieto y bisnieto de verduleros de muy pero muy al oeste evocó sus malos vínculos con otro verdulero de la zona al que le preocupaban más sus cuentas que la calidad de sus productos. "Hay que vender a cualquier precio" había rugido ese otro verdulero en el marco de una disputa que involucraba la cotización de los tomates y el valor no cotizable de la dignidad. "Nunca hay que hacer nada a cualquier precio" había contestado el verdulero histórico, investido del honor de su padre y de su abuelo. Enseguida, apuntó que al verdulero del cualquier precio jamás lo había convocado para la selección de básquetbol de los verduleros del barrio porque se corría el riesgo de que alguien que vendía a cualquier precio tal vez quisiera ganar a cualquier precio y, así, estropear el juego. Después preguntó y se preguntó si, en alguna escala, muchos anónimos de la Tierra no procedían en la vida cotidiana a semejanza de los Armstrong del deporte de alta competición en las pistas, pero igual se permitían desflecar a Armstrong como si cada uno de ellos fuera seis o siete veces Gandhi.
Era tal la intensidad de las conversaciones que el vecino que había traído la noticia venía fracasando en el intento de divulgar otro dato clave. Intuyó que ese era el instante exacto para lanzarlo. Siempre compenetrado aunque ya menos agitado, develó que La Palabra Ganar sostenía las bases de su enojo no en los seres famosos o ignotos que tropezaban, fallaban o trampeaban con o sin conciencia de lo que implicaban sus comportamientos. "La Palabra Ganar -detalló - sabe que este un problema de sistema, una consecuencia de una lógica, una construcción que convence de que el campeón de la cancha o de lo que sea es rey y al resto le queda el vacío". Y agregó: "Si todo vale para ganar, entonces ganar no vale nada". El vecino reveló que, por eso, La Palabra Ganar no sólo estaba enojada. También estaba dolorida.
Muy pero muy al oeste, la Tierra fue testigo entonces de una de las extrañas y maravillosas coincidencias de una comunidad. El barrio a pleno dio evidencias de ponerse de acuerdo en que el deporte no es un espejo invariable del mundo, pero con frecuencia se le parece. O, al revés, como sugirió un vecino con tendencia al desencanto, el mundo expresa demasiado seguido lo que sucede no con todas pero sí con unas cuantas tendencias del deporte. Y ni un solo vecino consideró que un mundo de excesivos escrúpulos extraviados, un mundo en el que no sólo se compite en dimensiones que merecerían compartirse sino que naturaliza que competir -un componente esencial y válido en el deporte- supone arrasar a la otra parte, fuera el mejor sitio para que el deporte hiciera más humana a la humanidad. O para que La Palabra Ganar recuperara sus sentidos más íntegros. No de casualidad, una de las damas del barrio propuso evitar el desaliento y proponerse dar pelea en el deporte, como lo intentan tantos deportistas y tantos formadores de deportistas cada día, porque es esa una manera de dar pelea a favor del mundo.
"Ganar es sensacional, es una ilusión que supera la categoría de ilusión, es lo que nos despierta o no nos deja dormir, es casi la felicidad. No obstante, hay tiempos de la historia en los que no está mal revisar qué es ganar". Poetas hay en todas partes y esa frase partió desde los labios del único que había en el barrio de muy pero muy al oeste. No les toca a los poetas terminar con los conflictos del universo, pero este -peor ciclista que Armstrong, pero capaz de unir en bicicleta su oeste con cualquier sur o cualquier norte sin comenzar a sudar- llegó con una contribución que resumía insuperablemente el drama de La Palabra Ganar. Lo que sumó fue un párrafo del gran Julio Cortázar, alguien que en toda su obra sembró evidencias de que sabía que hay vida en las palabras, un crack literario que gustaba del boxeo y que detectaba grandezas en noqueadores y en noqueados. "Las palabras -escribió Cortázar y leyó el vecino poeta delante de su barrio- pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad". Supo el barrio de inmediato que eso le sucedía a La Palabra Ganar.
En el barrio de muy pero muy al oeste discutieron eso y más que eso en ese día y en los días que vinieron. Nadie lo dijo, pero dar esas discusiones y jugar unos cuantos partidos nobles, era un modo de ganar más allá de cualquier resultado en números. Algún vecino debería difundir la noticia. Quizás si La Palabra Ganar lo sabe se le empiece a ir el enojo.
"Está enojada. Y, en particular, está enojada con las voces del deporte. Se hartó de que la usaran mal, se cansó de que la mencionaran como un dios en nombre del cual se hace todo, se pudrió de ser la causa de muchas conductas que no deberían tener causa ni ser conductas. Está enojada. Y mucho", reveló el vecino que desembarcó con la noticia en el corazón de ese barrio de muy pero muy al oeste. Se lo percibía agitado, conmocionado y hasta compenetrado, casi como si él, él mismo, un vecino manso, trabajador y corriente, fuera La Palabra Ganar.
El vecino pudo precisar que uno de los últimos alimentos del enojo había brotado de la garganta del ex ciclista Lance Armstrong, quien reconoció ante una cámara de televisión, o sea frente al universo, que había potenciado sus piernas y sus rendimientos con métodos y con sustancias prohibidas porque le importaba "ganar a cualquier precio". "A no confundirse", alertó el vecino, atento a que algún oído pudiera albergar una interpretación equivocada: La Palabra Ganar no dirigía un enojo especial hacia Armstrong, el hombre al que ahora despellejaban sus reverenciadores de hacía muy poco. Antigua palabra, curtida en memorias, La Palabra Ganar avizoraba que muchos parientes de Armstrong que seguro lo habían exhibido como el mayor trofeo en las fotos de sus cumpleaños, de ahí en más no le enviarían ni una tarjeta formal de invitación a ninguna fiesta. Eso, desde luego, la enojaba. Sin embargo, el enojo real, el profundo, el que transformaba a La Palabra Ganar en una palabra enojada, consistía en que le estaban arruinando el significado.
-¿Le arruinan el significado?, preguntó un vecino dueño de un prestigio alto como mediocampista en la cancha que quedaba en el oeste del barrio de muy pero muy al oeste y dueño, también, de una juventud que daba envidia. Y añadió: -¿Acaso ganar no es hacer más goles que otro, terminar una carrera más rápido que otro, sumar más puntos que otro?
Si las personas viven con las personas, en todos los barrios puede haber nobles debates. Este lo era. Un vecino que ya no ejercía ni como mediocampista ni mucho menos como joven ensayó una respuesta. "Ganar es eso, pero no sólo eso", aseguró, con unas cuerdas vocales a las que se notaba consumidas por años de gritar goles que fueron o que pudieron ser. Y luego desgranó sus recuerdos de partidos de ese barrio que explicaban casi todo. En esos partidos, la victoria se festejaba cuando adoptaba sus formas legítimas y tradicionales -un esfuerzo coronado con un gol sobre la hora, una estrategia audaz que llevaba a ser superior a los rivales, una resistencia defensiva leal y no especulativa obligada por la calidad de los adversarios- y nunca, ni una vez salvo por errores conceptuales que enseguida alguien reparaba, los jugadores decían "no jugamos bien, pero nos llevamos los tres puntos, que es lo que importa" porque eso era un objetivo, pero no lo único que importaba.
Lo mejor del vecino que ya no era joven surgió cuando habló de un viejo y secreto cruce en un amistoso con el Santos de Pelé, en el que once muchachos de ese rincón del oeste hicieron tanto y tan bien que el 1 a 4 con el que concluyeron en la cancha fue, exactamente, una victoria. "Ganar en el deporte -sintetizó ese vecino- es, entre otras muchas cosas, no el resultado final sino el valor de cada cosa que se hizo para llegar a ese final". Lo argumentó con pruebas porque, de inmediato, leyó a un entrenador famoso como Marcelo Bielsa, que ubicó como central a "la nobleza de los medios" con los que se juega, y resaltó a un mago camuflado de futbolista como Andrés Iniesta, quien hacía unos días le había narrado al universo que jugaba para ser feliz y no por los premios o por los títulos. Una señora que afirmaba haber asistido desde detrás de un arco al desafío con el Santos de Pelé oyó esa sentencia con un entusiasmo igual al que soltó en el festejo del único gol del equipo del barrio en el partido aquel. Y pronunció, sin altisonancias, con la salud de los modestos, el punto de vista desde el que había educado a los hijos que hizo crecer en ese barrio de muy pero muy al oeste: "Ganar a cualquier precio es una manera de perder. Y hasta de perder creyendo que se ganó". Luego, madre al cabo, confidenció que le preocupaba que La Palabra Ganar transcurriera un mal momento y le rogó a un santo de muy pero muy al oeste para que la ayudara a ponerse bien.
Las deliberaciones atravesaron la intimidad del barrio. Un verdulero que era nieto y bisnieto de verduleros de muy pero muy al oeste evocó sus malos vínculos con otro verdulero de la zona al que le preocupaban más sus cuentas que la calidad de sus productos. "Hay que vender a cualquier precio" había rugido ese otro verdulero en el marco de una disputa que involucraba la cotización de los tomates y el valor no cotizable de la dignidad. "Nunca hay que hacer nada a cualquier precio" había contestado el verdulero histórico, investido del honor de su padre y de su abuelo. Enseguida, apuntó que al verdulero del cualquier precio jamás lo había convocado para la selección de básquetbol de los verduleros del barrio porque se corría el riesgo de que alguien que vendía a cualquier precio tal vez quisiera ganar a cualquier precio y, así, estropear el juego. Después preguntó y se preguntó si, en alguna escala, muchos anónimos de la Tierra no procedían en la vida cotidiana a semejanza de los Armstrong del deporte de alta competición en las pistas, pero igual se permitían desflecar a Armstrong como si cada uno de ellos fuera seis o siete veces Gandhi.
Era tal la intensidad de las conversaciones que el vecino que había traído la noticia venía fracasando en el intento de divulgar otro dato clave. Intuyó que ese era el instante exacto para lanzarlo. Siempre compenetrado aunque ya menos agitado, develó que La Palabra Ganar sostenía las bases de su enojo no en los seres famosos o ignotos que tropezaban, fallaban o trampeaban con o sin conciencia de lo que implicaban sus comportamientos. "La Palabra Ganar -detalló - sabe que este un problema de sistema, una consecuencia de una lógica, una construcción que convence de que el campeón de la cancha o de lo que sea es rey y al resto le queda el vacío". Y agregó: "Si todo vale para ganar, entonces ganar no vale nada". El vecino reveló que, por eso, La Palabra Ganar no sólo estaba enojada. También estaba dolorida.
Muy pero muy al oeste, la Tierra fue testigo entonces de una de las extrañas y maravillosas coincidencias de una comunidad. El barrio a pleno dio evidencias de ponerse de acuerdo en que el deporte no es un espejo invariable del mundo, pero con frecuencia se le parece. O, al revés, como sugirió un vecino con tendencia al desencanto, el mundo expresa demasiado seguido lo que sucede no con todas pero sí con unas cuantas tendencias del deporte. Y ni un solo vecino consideró que un mundo de excesivos escrúpulos extraviados, un mundo en el que no sólo se compite en dimensiones que merecerían compartirse sino que naturaliza que competir -un componente esencial y válido en el deporte- supone arrasar a la otra parte, fuera el mejor sitio para que el deporte hiciera más humana a la humanidad. O para que La Palabra Ganar recuperara sus sentidos más íntegros. No de casualidad, una de las damas del barrio propuso evitar el desaliento y proponerse dar pelea en el deporte, como lo intentan tantos deportistas y tantos formadores de deportistas cada día, porque es esa una manera de dar pelea a favor del mundo.
"Ganar es sensacional, es una ilusión que supera la categoría de ilusión, es lo que nos despierta o no nos deja dormir, es casi la felicidad. No obstante, hay tiempos de la historia en los que no está mal revisar qué es ganar". Poetas hay en todas partes y esa frase partió desde los labios del único que había en el barrio de muy pero muy al oeste. No les toca a los poetas terminar con los conflictos del universo, pero este -peor ciclista que Armstrong, pero capaz de unir en bicicleta su oeste con cualquier sur o cualquier norte sin comenzar a sudar- llegó con una contribución que resumía insuperablemente el drama de La Palabra Ganar. Lo que sumó fue un párrafo del gran Julio Cortázar, alguien que en toda su obra sembró evidencias de que sabía que hay vida en las palabras, un crack literario que gustaba del boxeo y que detectaba grandezas en noqueadores y en noqueados. "Las palabras -escribió Cortázar y leyó el vecino poeta delante de su barrio- pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad". Supo el barrio de inmediato que eso le sucedía a La Palabra Ganar.
En el barrio de muy pero muy al oeste discutieron eso y más que eso en ese día y en los días que vinieron. Nadie lo dijo, pero dar esas discusiones y jugar unos cuantos partidos nobles, era un modo de ganar más allá de cualquier resultado en números. Algún vecino debería difundir la noticia. Quizás si La Palabra Ganar lo sabe se le empiece a ir el enojo.