Lo conocí bastante poco, lo descubrí tarde. Yo había sido el sueño de una noche de verano, tardío. Un azar. Nos vinculamos de un sólo modo que cabe en un nombre, el de un club: nuestro Huracán.
Como El Diego y como mi hijo Totó yo siempre fui "mamero". Pero mi viejo, Don Pocho, aunque no lo viera, estaba siempre ahí. Quizá se hacía el pelotudo. Pero él estaba.
Esperó a que yo no estuviera para tirarse abajo de un tren, hace dos décadas. Tenía un cáncer irremediable.
Lo hizo para que me doliera menos. Yo estaba cubriendo para Clarín un Mundial Juvenil, en Trinidad y Tobago. La noticia me llegó al regreso. Lloré dos días.
Más tarde vino la reconstrucción de su figura. Mi papá, que podía vivir de rentas, se despertaba todas las madrugadas de la casa de la calle Melián para ir a trabajar a la panadería La Primera de Saavedra como módico empleado, en la cuadra. Ese era uno de sus berretines.
Tenía otro, en otro momento del día: se pasaba las tardes por los bares de la zona jugando a las cartas y escabiando.
Un lustro después de que se suicidó quise seguir su huella. Fui a esos bares. A todos. Y me enteré de una verdad que hoy me emociona: estaba orgulloso de mí. Y me quedé tranquilo.