No es azar que el aeropuerto de la Ciudad de Buenos Aires lleve su nombre: Newbery es el Padre de la Aviación Argentina. Pero aquel personaje clave de la vida nacional de principios del siglo pasado resultó algo incluso más valioso: se convirtió en un espejo. Fue deportista múltiple, destacado hombre de ciencias, investigador en el ámbito de la electricidad y del subsuelo, funcionario impecable. También un inspirador para aquellos pibes del Colegio Luppi, que tenían el deseo inquebrantable de formar un club de fútbol. George -como le decían los miembros de la alta sociedad porteña, a la que pertenecía- tenía una particular afinidad con ese sur laburante, tanguero y licencioso. Aquel territorio de guapos y de perros ladrándole a la luna, como escribía Homero Manzi. Newbery se reconoció en los ojos y en la intensidad de los jóvenes fundadores de lo que luego sería Huracán. Su pasión se parecía a la del Negro Laguna, a la de José Balsamini, a la de Ernesto Dellisola, a la de Pedro Martínez y a la de cada uno de los jóvenes estudiantes que recorrieron tantos caminos en nombre de aquel nacimiento.
Tampoco es casualidad que existan en el país más de 30 clubes que llevan su nombre. Incluso uno, con sede en Junín, llegó a jugar en los viejos Nacionales, en Primera. Y en Comodoro Rivadavia, el clásico de la ciudad parece rendirle exclusiva pleitesía: juegan Jorge Newbery y Huracán, es decir el hombre y su globo, el personaje sin olvido y sus búsquedas. El tango tampoco podía omitirlo. Sobre él se refirieron Roberto Firpo, Eduardo Arolas, Aquiles Barbieri y José Arturo Severino, entre otros. "Amainaron guapos junto a tus ochavas / cuando un cajetilla los calzó de cross / y te dieron lustre las patotas bravas / allá por el año novecientos dos", escribió Celedonio Flores, en la letra de Corrientes y Esmeralda. El cajetilla, claro, era Newbery.
La condición social no le impidió el compromiso social. Todo lo contrario: escribió leyes sobre seguridad laboral para el socialista Alfredo Palacios, su amigo y compañero de varias expediciones en globo. Lo expresó Néstor Vicente, ex candidato a Presidente de la Nación por la Izquierda Unida y autor de varios libros vinculados a la esencia del club de Parque de los Patricios: "La amistad entre Newbery y Palacios fue muy singular. Una vez algunos navegantes y aficionados a ese deporte de clase alta habían organizado una silbatina para repudiar al dirigente socialista. Jorge, enterado, les dijo de manera tajante: 'Cuidado con lo que hacen. Silbar al doctor Palacios es lo mismo que silbarme a mí y eso no lo permitiré'". Nadie silbó entonces. La palabra de Newbery tenía el carácter de un mandamiento.
Vivía de vértigo en vértigo. Tanto que parecía protagonizar varias vidas en una sola. Escribe Alejandro Guerrero en la biografía titulada Jorge Newbery: "Parece, a primera vista, el personaje ideal para construir la biografía simpática, amena, de un hombre que tuvo para eso todos los ingredientes: deportista, aviador, dandy, persistente frecuentador de prostíbulos, del humo de los puros y del champagne de Armenonville. Pero Newbery fue bastantes cosas más...". El muchacho criado entre comodidades, en el barrio de Belgrano, no era solamente el intrépido aventurero del aire. Y aunque no renegaba de su origen acaudalado creía en la idea de un país inclusivo y próspero. Actuaba en consecuencia: mientras sus hazañas comenzaban a ser conocidas era mirado con recelo por las multinacionales de hidrocarburos a consecuencia de un libro publicado en colaboración con el químico Justino Thierry: El Petróleo, la primera obra nacional sobre la explotación del subsuelo. Bastante antes que su amigo Enrique Mosconi, Newbery ya recomendaba declarar reservas estatales a todas las regiones potencialmente petrolíferas.
No era un hombre del fútbol. Practicaba remo, natación, esgrima y fue uno de los impulsores del boxeo en la Argentina, incluso a pesar de las restricciones que en aquellos días imperaban. También fue campeón de lucha grecorromana y participó exitosamente en diversas regatas. Tenía tiempo para todo: se recibió de ingeniero electricista en la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Y Tomás Edison fue su profesor en el Drexel Institute de Filadelfia. Ya en 1900 fue nombrado como Director General de Alumbrado de Buenos Aires. Desde ese espacio desarrolló importantes estudios sobre la utilización de la energía eléctrica. Consiguió que la Ciudad fuera vanguardia en ese rubro. Las ocupaciones profesionales, sin embargo, no impidieron su condición de mecenas fundacional de Huracán. El acompañó de cerca a esos pibes del sur que nada tenían para armar el club. Excepto esa pasión enorme que ya no les cabía en sus cuerpos breves. Y la generosidad de ese amigo que vivía en un caserón sobre la calle Moldes, en la otra punta de la Ciudad. Tan lejos y tan cerca.
Lo saben todos, incluso en este tiempo, ya después de un siglo de ausencia: sin Newbery, Huracán no sería Huracán. Desde el principio de los días. Por eso, el homenaje perpetuo no tardó en llegar: en mayo de 1911 Newbery fue designado Socio Honorario. Simultáneamente, la institución naciente solicitó a la Municipalidad el préstamo de un terreno en la calle Arenas (hoy Almafuerte) para construir la cancha que le permitiera participar en las competiciones de la Asociación Argentina. Otra vez Newbery se encargó de la gestión. Gracias a él, resultó exitosa. Aquel vínculo resultaba empatía pura. Y aunque era habitué del Jockey Club, le simpatizaba el Barrio de las Ranas (esa geografía que ahora se reparten Parque de los Patricios y Pompeya) y toda su zona de influencia, de la que era habitante sentimental. Estaba encantado con esa gente, sus ritmos, sus espacios, sus calles, su impronta.
La colaboración ofreció consecuencias agradables muy pronto: a cinco años de su fundación, Huracán ya estaba en la máxima categoría del fútbol argentino. En aquella ocasión, la Comisión Directiva le envió a Newbery un telegrama a modo de tributo: "Hemos cumplido. El Club Atlético Huracán sin interrupción conquistó tres categorías, ascendiendo a Primera División, como su globo que cruzó tres Repúblicas". Era el perfecto desenlace para el sueño compartido. Pero Newbery no pudo ver a su Huracán en Primera. Falleció 28 días antes del estreno: el 1° de marzo de 1914, en Los Tamarindos, Mendoza, la muerte lo encontró en el aire. Estaba piloteando un avión que se transformó en tragedia. Fue un dolor para todos: a su entierro, en la Sociedad Sportiva de Palermo, concurrieron unas 50.000 personas. Se trató de una de las mayores expresiones populares de ese tiempo. Su carisma había excedido las fronteras de las cuestiones de clase.
El 29 de marzo de ese año, Huracán debutó en Primera: como local derrotó 4-2 a Ferro, el mismo rival -quiso el destino- que el del lunes gris y de homenaje. Newbery no estaba en las tribunas, pero sí en el espíritu de los fundadores. Y luego, ya cuando el club de todos ellos se convirtió en el más campeón de los años 20 (junto a Boca), el encantador hombre que había llevado por los aires al globo Huracán quedó para siempre estampado en las camisetas. Como correspondía, al lado del corazón.
Texto publicado por el autor del Blog, en Planeta Redondo, de Clarin.com